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En el Día del Escritor, la relación de Leopoldo Lugones con el Beato Esquiú

13 Junio de 2022 13.25

Cada 13 de junio se conmemora en Argentina el Día del Escritor en conmemoración al nacimiento de Leopoldo Lugones. El también periodista nació en 1874 en Villa María del Río Seco, al norte de la provincia de Córdoba.

Dentro de su enorme y valiosa producción literaria, su obra Romances del Río Seco es a través del cual Lugones ofreció un testimonio del regreso a su pago natal y del reencuentro con sus historias y personajes.
 

Entre estos relatos en forma de Poema está el que tituló “El Obispo”, en el que describe a nuestro Beato Mamerto Esquiú y una anécdota vivida por un cura de pueblo, muy querido en el norte cordobés.

Éste es el bello poema:


El Obispo
1
Ese fray Mamerto Esquiú, 
Vuestro obispo diocesano, 
Volvía de unas misiones 
Tierra adentro por el llano.

Por el llano y por la sierra, 
Donde la gente rural 
Mucho tiempo había pasado 
Sin visita pastoral.

Pues como que bien portaba 
El cordón de San Francisco, 
Prefería al peón más pobre 
Y al rústico más arisco.

Así, al ocupar la sede, 
Dispuso, con mano abierta 
Que todo el ajuar de precio 
En la limosna se invierta.

Y haciendo al menesteroso 
El lugar que se le debe, 
Tenía la misericordia 
De Jesús sobre la plebe.

Bien haya el santo piadoso 
-Santo he dicho y no lo enmiendo-
Que tal fama desde entonces 
Mereció aquel reverendo.

Aunque conviene a saber, 
Que con aflicción humilde, 
Más que tenerlo por gloria Lo reputaba una tilde.

Notorio era que después 
De porfiada resistencia, 
Había aceptado la Silla 
Bajo rigor de obediencia.

Y hasta la cruz de oro al pecho 
Que debe usar el prelado, 
Dentro el seno la llevaba 
Por no ostentar ni en sagrado.

Con lo que, a primera vista 
Parecía un fraile cualquiera, 
Según muy cuerdo y laudable 
Lo hallaba él de esa manera.

Pero bien pronto en las almas 
Su mansedumbre imponía 
La claridad del lucero 
Sobre las puertas del día.

Y sólo con que mirase, 
Daba al pecador más ruin
Contento, paz y hermosura 
Como si abriese un jardín.

Pálido de penitencia, 
Que como en marfil lo labra, 
Fragancia del corazón 
Le subía en la palabra.

Era de presencia airosa, 
A pesar del sacrificio 
Con que alegre soportaba 
Trabajo, ayuno y cilicio.

Y esto que paso a contarles 
Lo sé porque se alojó 
En casa de mis mayores 
Cuando al Río Seco llegó.

Allá mismo, hasta olvidado 
Del preciso refrigerio, 
Sin descanso y sin excusas 
Ejercía su ministerio.

Es que las horas de iglesia 
No alcanzaban para tantos 
Como al perdón acudían 
Con sus culpas y quebrantos.

Pues era tal el fervor 
De aquellas almas sencillas, 
Que hasta llevaban de lejos 
Tullidos en angarillas.

Por eso es que algunas veces 
En la plaza predicaba, 
A la claridad benigna 
Que la tarde le prestaba.

Tardecitas de la siena, 
Que, al aplacarse el bochorno, 
Bajaban como cantando 
Por las peñas del contorno.

Ya se azulaba el faldeo 
Donde a la oración asoma 
Tan bella en su soledad 
La azucena de la loma.

Y solían mezclarse al eco 
De las palabras sagradas, 
El silbo de las perdices 
Y el balar de las majadas.

Qué gentío... viese usted 
No acabo si lo detallo. 
Había hasta gauchos esquivos 
Que escuchaban de a caballo.

Allá se ablandaba el duro 
Y se reducía el vil. 
Más de una infeliz lloraba 
Con el gauchito al cuadril.

Y en la suavidad de aquella 
Dominación sin alarde, 
Almas y frentes lavaba 
La frescura de la tarde.

Sucede, así, que entregado 
Desde el alba a su faena, 
Se recogía por la noche 
Rendido que daba pena.

Mas, luego, no sé quién supo 
-Siempre hay de esos advertidos-
Que la cuja abandonaba 
Cuando nos sentía dormidos.

Y poniendo, únicamente, 
Bajo la cara un pañuelo, 
Abreviaba su descanso 
Tendido en el duro suelo.

Era hijo de Catamarca, 
No es justo que esto se calle, 
Pues Nuestra Señora y él
Son las glorias de aquel valle.


De regreso, como dije, 
Cuando va a tomar el tren, 
En la estación ha ocurrido 
Lo que ahora sabrán también.

Mientras séquito y viajeros 
Almuerzan en la cantina, 
Rezando sus oraciones 
El por el andén camina.

Detrás, mediando la calle, 
Queda el comedor que digo, 
De modo que puede hacerlas 
Sin estorbo ni testigo.

Ya que hasta los familiares 
Se han de apartar con respeto, 
Cuando quiere así a sus preces 
Entregarse por completo.

Fuerza en ellas pide a Dios 
Para cumplir la tarea, 
Y en el sosiego del campo 
Su soledad se recrea.

Cuando, cata ahí que, de prisa, 
Llega un clérigo muy listo, 
En una mula alazana 
Que de andar es por lo visto.

Bajo su gacho arribeño, 
En la ancha cara de suela,
Le saltan los ojos verdes 
Entre lacras de viruela.

El apero es sobajado; 
Y aunque sin mancha ninguna, 
La sotana de lustrina
Se va poniendo cebruna.

Solamente pintan lujo 
Con sus borlas y labores, 
Las abultadas alforjas 
Bordadas en tres colores.

Es el cura de Citén, 
Don Juan Correa, que, atenta, 
Con su señoría ilustrísima 
Quiere hacer conocimiento.

Tomará para lograrlo, 
El mismo tren que ahora arriba, 
Incorporándose al clero 
Que forma la comitiva.

Pues como algún camarada 
Tendrá allí, durante el viaje 
Se hará presentar con él 
Para rendir su homenaje.

Mas ¿qué digo un camarada, 
Cuando es, sin hacerle halago 
El hombre con más amigos 
Que se conoce en el pago?

Y a fe que bien lo merece, 
Porque no habrá feligrés 
Que con gratitud no alabe 
Su empeño y desinterés.

Quien vendrá por los auxilios, 
Que emprenda, solo, el regreso. 
Siempre anda como de chasque, 
De acá para allá con eso.

Algo médico también, 
Aunque medio barbarón, 
Es de los que sacan muelas 
Con el piolín y el tizón.

Pero receta con tino
Su bizma o su cataplasma 
Al que se quiebra en la doma 
O en el arreo se pasma.

Así amaña sus quehaceres, 
Del sacramento al remedio, 
Sin perder el buen humor, 
Aunque jamás tenga medio.

De lo poquito que gana 
No queda para el ahorro, 
Vi de mermárselo dejan 
El petardo y el socorro.

A más que siendo tan pobres 
Todos esos vecindarios, 
Suelen pagarle en especie 
Sus módicos honorarios.

No tiene sino esa mula 
Que de andar sacó en persona, 
Pues una viuda, por misas, 
Se la cambió redomona.

Es que es diestro en el rebenque 
Lo mismo que en el hisopo; 
Ocurrente, y hasta creo 
Que capaz de algún piropo.

Pero aquí cumple advertirles, 
Más que lo vean tan feliz, 
Que nunca le conocieron 
Arrimo ni otro desliz.


Apremiado, pues, llegaba 
A la estación mi don Juan, 
No fuese el tren a ganarle.

Malogrando así su afán. 
Pie a tierra ha echado, resuelto,
Y abajando las maletas, 
Contra un pilar las arrima, 
Como que las trae repletas.

Sólo entonces mira al fraile 
Que anda allá y que, desde luego, 
Ningún interés le causa
Porque cree que es algún lego.

Sí, pues, un lego, al cuidado 
Del equipaje, quizás... 
Con lo que tiene la idea 
De aprovecharlo ahí, no más.

«Hermano, por vida suya 
-Le dice de muy buen modo-
Repáreme las alforjas 
Mientras voy por acomodo.»

«Queda a mano, aquí cerquita, 
En ese potrero grande. 
Soy el cura de Citón, 
Para lo que usted me mande.»

«Vaya, señor, sin cuidado,» 
-El obispo le replica-
Pronto vuelve, ya de a pie, 
Y a instalarse se dedica.

Y desde la plataforma 
Del vagón que ha hallado abierto, 
Como ve tan manso al fraile 
Consuma su desacierto.

«Hermano- vuelve a decirle, 
Con las alforjas bromeando-, 
Alcáncemelas, no tema, 
Que no pasan contrabando.»

Allá las carga el obispo 
Sin impaciencia ni asombro. 
Con lo pesadas que están, 
Tiene que echarlas al hombro.

«Pobrecito, tan conforme Y servicial»
-don Juan piensa-
Si no fuese por su estado. 
Le ofrecía una recompensa.

Pero dicen que el obispo 
Se manifiesta severo 
Para con los regulares 
En materia de dinero.

Porque es y que ni a las monjas 
Vender, como antes, permite. 
En el tomo sus alcorzas 
Y ovejitas de confite.

Lástima de aquel buen lego. 
Más que es tan formal, de juro, 
Que a lo mejor su agasajo 
Va y lo pone en un apuro.

De modo que no se anima 
Ni a echarle un real en la manga. 
Y un simple «Dios se lo pague» 
Le retribuye la changa.

En eso, mientras sus cosas 
Dentro del vagón alista, 
La gente llena el andén, 
Y pierde al fraile de vista.

Más no se preocupa de ello, 
Pues para el caso que apronta, 
En qué le puede ayudar 
Alguien de tan poca monta.

Cuando el tren se pone en marcha
Y oportuno le parece, 
Busca y encuentra un amigo 
Que a presentarlo se ofrece.

Aunque viaja en reservada, 
Monseñor no es de cogote,
De suerte que, pronto, ante él 
Se encuentra en su camarote.

Pero figúrense ustedes 
La confusión que lo embarga 
Cuando se da en el obispo 
Con su lego de la carga.

Ahí, se arrodilla, implorando 
Perdón para su torpeza. 
El santo varón le puso 
Una mano en la cabeza.

«No hay de qué, hermano— responde 
Con tono suave y profundo 
Para ayudarnos estamos 
Los hombres en este mundo.»

Así pudo, decía el cura, 
Contemplar un ser sublime, 
Y en su sencillez, patente, 
La gracia que nos redime.

Iluminado por ella, 
Aunque era un paisano rudo, 
Los ojos se le nublaron, 
La lengua se le hizo nudo.

Y agachando la cabeza 
Como ante un santo de altar, 
«No supe, amigo-concluía, 
Más que echarme a lagrimear».