Cuando el mandatario José Evaristo Uriburu firmó el Decreto para crear el Museo Nacional de Bellas Artes, en la Navidad de 1896 se abrieron las puertas de su primera sede, que estuvo ubicada en el edificio del Bon Marché de la calle Florida. En ese mismo escrito, también se le asignó el cargo de director a Eduardo Schiaffino, pintor, crítico y considerado el primer historiador del arte en la Argentina. Schiaffino, por su parte, era uno de los que postulaba la formación y autonomía de un arte propio y nacional. Con esa intención, comenzó la primera gestión del Museo.
La necesidad no solo de contar con un espacio propicio, sino con una institución que conservara, exhibiera y difundiera las artes plásticas del momento en esta parte de la región quedó bien explícita en parte de aquel texto oficial:
Considerando que el tiempo transcurre sin que se cumpla la voluntad de los generosos donantes que legaron o donaron al Estado sus colecciones particulares, con el único objeto de que sirvieran de base a un Museo Nacional de Bellas Artes -cuya falta en la Capital de la República está en completo desacuerdo con el adelanto intelectual de la Nación-; y dichas obras actualmente depositadas lejos del acceso del público y otras esparcidas en distintas reparticiones de la Administración Nacional, aunque garantizadas de pérdida material, corren el riesgo de deteriorarse, privadas, como se hallan, del cuidado inmediato de personas técnicamente competentes.
La urgencia, como bien se señala en el Decreto, también estaba en poner al alcance de los estudiantes aquellas obras que son de patrimonio público, y es menester dotar a nuestro arte naciente de la institución oficial a que tiene derecho, para salvar del olvido y guardar en el tiempo las manifestaciones artísticas más interesantes de la inteligencia argentina.
El Museo Nacional de Bellas Artes se planteó, además de promover y consolidar un naciente arte argentino, como un espacio destinado a albergar arte internacional de todos los períodos históricos. De alguna manera, comenzó a exhibir géneros y estilos plásticos que, además, moldeaban el gusto artístico y estético de una joven nación. En 1910, celebrando el primer Centenario patrio, Museo ya contaba con un acervo importante que reunía obras de los maestros Francisco de Goya, Joaquín Sorolla y Bastida, Edgar Degas y Pierre-Auguste Renoir.
Además, una de las primeras colecciones en integrarse fue la de Manuel José Guerrico: un terrateniente que, durante esos años, se encontraba en Europa exiliado tras el asesinato de su suegro Manuel Vicente Maza en manos de los rosistas. Su casa se convirtió en el centro de sociabilidad de muchos argentinos que pasaban por Europa, como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. A Guerrico se lo considera hoy el primer coleccionista de arte argentino y el Museo conserva una sala entera de las piezas que conservó.
En 1911, se inauguró la segunda sede del Bellas Artes: el Pabellón Argentino, una estructura monumental que el país había utilizado en la Exposición Universal de París de 1889 y que fue instalada en la Plaza San Martín. Allí, se exhibieron nuevas adquisiciones que ampliaron la colección, como La ninfa sorprendida, de Édouard Manet, y Orillas del Sena, de Claude Monet.
Finalmente, la institución se trasladó en 1933 a su sede actual: la antigua Casa de Bombas de Recoleta, remodelada por el arquitecto Alejandro Bustillo. Durante esos años, se incorporaron destacadas piezas, entre ellas: Mujer del mar, de Paul Gauguin, Le Moulin de la Galette, de Vincent van Gogh, y Jesús en el huerto de los Olivos, del Greco. También, durante las últimas décadas del siglo XX, llegaron otras tantas obras de grandes referentes del arte moderno internacional, como Pablo Picasso, Amedeo Modigliani, Marc Chagall, Vassily Kandinsky, Paul Klee, Lucio Fontana, Jackson Pollock, Mark Rothko y Henry Moore.