La jubilación, tradicionalmente entendida como el momento de descanso tras décadas de trabajo, hoy parece una meta cada vez más lejana para millones de argentinos. En la actualidad, más de 1.070.000 jubilados o personas en edad jubilatoria continúan trabajando, lo que equivale al 17% de esa población, según datos recientes del INDEC.
El fenómeno no es nuevo, pero sí se ha profundizado de manera preocupante. Hace 15 años, esa proporción era menos de la mitad, lo que refleja un crecimiento sostenido de adultos mayores en actividad. En términos absolutos, los jubilados registrados que trabajan pasaron de 176.000 en 2010 a 433.000 en 2025, lo que implica un salto superior al 140% en poco más de una década.
A estos números se suman los cientos de miles de trabajadores informales mayores de 60 años, estimados en alrededor de 600.000, y quienes realizan changas o trabajos eventuales sin registro. También están los que, pese a su voluntad, no consiguen empleo o dependen de la ayuda de sus familias para subsistir. En conjunto, el universo de adultos mayores que aún dependen de un ingreso laboral —por necesidad, obligación o ambas— supera ampliamente las cifras oficiales.
El principal motivo es económico. La jubilación mínima ronda hoy los 330.000 pesos, apenas algo más de 10.000 pesos por día, una suma que resulta claramente insuficiente frente al costo de vida actual. Con esos ingresos, cubrir gastos básicos como alquiler, alimentos, servicios y medicamentos se vuelve una tarea imposible.
En este contexto, el discurso del "envejecimiento activo" o la idea de seguir trabajando por gusto o vocación pierde fuerza frente a la realidad. Si bien existen casos de adultos mayores que eligen mantenerse en actividad por placer o para sentirse útiles, la gran mayoría lo hace porque no puede darse el lujo de dejar de hacerlo.
El deterioro del sistema previsional es parte central del problema. Diseñado para garantizar una vejez digna, hoy enfrenta un círculo vicioso: los haberes pierden poder adquisitivo frente a la inflación, los aportes de los trabajadores activos son insuficientes para sostener el sistema y las reformas prometidas por los gobiernos —siempre bajo el lema de la "sustentabilidad"— nunca logran revertir la tendencia.
A la precariedad estructural se suma la falta de políticas de inclusión laboral para mayores, lo que lleva a muchos a desempeñarse en condiciones informales o sin cobertura. La contracara de la longevidad y del avance en la esperanza de vida es, paradójicamente, una prolongación forzada de la etapa laboral.
Mientras tanto, los jubilados argentinos siguen levantándose temprano, viajando en transporte público, atendiendo mostradores, cuidando niños o haciendo changas para complementar sus ingresos. Lo hacen, en su mayoría, no por elección, sino por necesidad.
En la Argentina de hoy, jubilarse se parece demasiado a dejar de cobrar, pero no a dejar de trabajar. Y detrás de esa frase se esconde una de las postales más duras del país: la de quienes, tras una vida de esfuerzo, no encuentran descanso ni seguridad en el sistema que prometía protegerlos.